sábado, 15 de septiembre de 2012

Médicos y Enseñanza Pública, los mejor valorados por los ciudadanos

elpais.com: Los españoles y las instituciones 5: sanidad, docencia y policía

Por: José Juan Toharia | 08 de septiembre de 2012

El colapso de la confianza ciudadana en las instituciones que tradicionalmente han constituido los pilares de la vida colectiva permite la emergencia de un nuevo liderazgo social: el de instituciones y entidades percibidas como no sectarias, independientes, altruistas y protectoras. Esta quinta y última entrega de la serie "Los españoles y las instituciones" fue publicada en la edición impresa de EL PAÍS el pasado 2 de septiembre.
Las instituciones que merecen a la ciudadanía española el juicio más negativo son la clase política, la Justicia, las grandes empresas, los sindicatos, la Iglesia y los bancos, según los datos de Metroscopia ya analizados en la serie que hoy termina. Es decir, precisamente aquellas que de forma más directa inciden en la gestión de nuestra común vida política, jurídica, económica y laboral, así como en la conformación de nuestro entramado valorativo. Este es un diagnóstico sin duda alarmante, pero ocurre que no nos es exclusivo: lo compartimos con la práctica totalidad de las sociedades avanzadas. Incluso con Estados Unidos, por citar un país cuyo entramado institucional y cultura política apenas presenta similitudes con el nuestro, más allá de la condición común de democracias consolidadas. Datos muy recientes del Instituto Gallup (que desde 1973 ha medido regularmente el nivel de confianza de la ciudadanía estadounidense en 16 grandes instituciones) indican que entre estas las más severamente evaluadas en el momento actual son la clase política, las grandes empresas, los bancos, los sindicatos y la Justicia. Es decir, las mismas que en España (con una diferencia: las iglesias, que allí logran mantener, aunque a la baja, un crédito social todavía sustancial). La Presidencia  de la nación (cabeza del poder ejecutivo y, a la vez, emblema del sistema político y social estadounidense en su conjunto) aparece situada en un lugar medio-alto de la escala, pero ya no en los puestos de cabeza que solía ocupar: algo similar a lo que —quizá coyunturalmente— ocurre en estos momentos con la Corona española, como ya se ha visto. Y quizá también, en alguna medida, por parecidas razones: el generalizado descrédito de la política con minúscula no puede sino acabar dañando también a las instituciones llamadas a simbolizar, además, la política con mayúscula. Pero es posible extender más la comparación: en ambos países la evaluación ciudadana más intensamente positiva corresponde (aunque no milimétricamente en el mismo orden ni con la misma intensidad) a instituciones a las que cabe atribuir un carácter netamente protector y altruista: médicos y sistema sanitario —especialmente en el caso de España—, científicos y docentes, policía y fuerzas armadas y —sorpresa— las pequeñas y medianas empresas.
Esta sustancial coincidencia entre españoles y estadounidenses (y, en general,  como muestran los datos disponibles, también entre los ciudadanos de muchos de los países de nuestro entorno más inmediato) a la hora de repartir reconocimientos y reproches institucionales invita a una profunda reflexión sobre la posible raíz común de las dolencias que en esta hora compleja aquejan a la democracia. Sin entrar aquí en  consideraciones de alcance más genérico, me limitaré a dos observaciones que, siempre a la luz de los datos, me parecen obvias para el caso específico español. Por un lado, algo muy profundo ha cambiado en nuestra sociedad cuando quienes ahora se alzan, y con rotundidad, con la palma del reconocimiento ciudadano son quienes curan, investigan, enseñan, protegen y proporcionan el 90% de los empleos. No puede sino reconfortar que en medio del desastre económico en que ha desembocado la tanto tiempo celebrada (¡y fomentada!) cultura de la codicia (cuyo máximo logro ha sido alumbrar esa portentosa —y por ahora, insistamos en ello, impune— “ingeniería financiera”, gracias a la cual solo uno de cada 80 títulos que en el mundo se compran y venden corresponden a activos reales), el ciudadano medio sepa reconocer y premiar a quienes, en vez de contribuir alegremente a la ruina colectiva, han sabido ser fieles —a contracorriente, y austeramente, dicho sea de paso— a una ética de servicio público.
Por otro lado, parece claro que la regeneración de nuestra vida pública no puede demorarse más. Las instituciones y entidades de signo altruista y protector —único soporte actual, según se ve, de nuestra moral colectiva— son tan admirables como necesarias, pero no pueden seguir siendo las depositarias en exclusiva de nuestra confianza institucional. La ciudadanía lleva ya años, sondeo tras sondeo, reclamando lo mismo a los distintos actores políticosociales: vuelta a una cultura política de negociación y  pacto, renuncia a la confrontación y a la imposición. Recordemos, una vez más, los datos, que, tozudamente, no cambian: el 88% de los españoles piensa que nuestros partidos han abandonado el espíritu de consenso que caracterizó la transición a la democracia y solo piensan en sus intereses partidistas, con independencia de lo más conveniente para el interés general; el 90% cree que los partidos deben variar su actual funcionamiento para prestar más atención a lo que piensa la ciudadanía; y el 73% concluye que España necesita ahora una “segunda transición” para, con el mismo espíritu de pacto y concordia de la primera,  modificar y actualizar nuestro sistema político. Este, tal y como ahora funciona, es percibido así, de forma casi unánime, como anquilosado, cerrado sobre sí mismo, generador de tensiones sociales cuando conviene a sus propias estrategias cortoplacistas e incapaz de encarar los problemas existentes con generosidad y altura de miras, en definitiva, con espíritu real de concordia. O sea, lo opuesto justamente, en cuanto a forma de entender el servicio público y el liderazgo social, a esas instituciones altruistas y protectoras que, no por casualidad, nuestra ciudadanía tanto respeta y admira.
Altruistas












El cuadro es obra de Robert A. Thom (1915-1979) y lleva por título "Laennec y el estetoscopio"

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